sábado, 5 de septiembre de 2009

El espectáculo del debate

Una vez más la espectacularización del debate político en los medios priva de sentidos múltiples -a la vez que prefigura nuevas creencias- al objeto que desea abordar: en este caso, la Ley de Servicios Audiovisuales. Magnificar el objeto, hacerlo crecer tanto hasta que su sola presencia nos indique que estamos hablando de aquello que creemos que estamos hablando, es la práctica reiterada y el resultado de las contiendas mediáticas.

Los debates que han comenzado esta semana y que se prolongarán hasta que gane la escena otro objeto posiblemente tan espectacular como éste -mientras el escenario sigue allí, inmóvil- presentan al menos un rasgo distintivo, que los vuelve unívocos –los espectaculariza- y por ello intrascendentes. En otras palabras, los colma de algunos conceptos y definiciones pasadas de moda y otros que, a pesar de no ser nuevos, han adquirido la suficiente vigencia y legitimidad para no ser discutidos. Me refiero a la libertad de expresión y el derecho a la información.

Hablar de libertad de expresión, no sólo es anacrónico, sino que exige pensar, en primer lugar –y gracias a su vulgaridad mediática- en el derecho que protege a la prensa. Hacer lo propio con el derecho a la información crea la falsa ilusión de comprendernos a todos como ciudadanos activos (cuando en verdad nos volvemos cada vez más ciudadanos-consumidores), y supone inevitablemente borrar de la escena al derecho a comunicarnos. La Sociedad de la Información y el desarrollo de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación exigen redefinir las prácticas y la regulación en la materia.

El ingreso a la SI carece aún de un debate profundo que defina Políticas de Comunicación democráticas y derechos que protejan al individuo, del poder irreverente de las NTIC. El Derecho a la Comunicación, tal como se entiende aquí, implica la participación en el proceso comunicacional, del sujeto receptor de la información que circula en y por los medios. Esta concepción considera al sujeto de la Comunicación como un ser plenamente activo, productor; y no un simple consumidor de informaciones. Al acceder a la práctica, el individuo se vuelve participante. Ya no se trata de un sujeto-receptor pasivo como consumidor de información (convendría abandonar la idea de mercancía), sino de aquél que tiene además del derecho a recibir información -diversa y de calidad-, el de participar en la producción de esa información (evitar pensar este acto de producción como participación en juegos, concursos y llamados telefónicos).

Según lo expuesto, el derecho a la información y la libertad de expresión deberían ser nociones desechables enfrentadas a un derecho a la comunicación cuya aparición alcanzaría para echar por tierra los históricos esfuerzos llevados a cabo, en pos de una Comunicación más democrática. Todo lo contrario. Es menester hablar de un Derecho a la Comunicación que respete aquellos derechos previos, inacabados y fundantes de éste: derechos sobre los que creía fundarse la Democracia de la Comunicación; y que al verse amenazados en la práctica por la reconfiguración de la sociedad, debieron refugiarse en otro que los contenga y supere.

Sólo algunas voces presentan las posibilidades de la nueva ley en los términos que aquí se proponen. Pero las más -y sin importar a qué canal o partido pertenezcan- hacen referencia a una libertad de expresión que garantice la pluralidad de voces, que no serían más que aquellas que ya escuhamos. La disputa cansina entre el Grupo y el Gobierno, por la libertad de expresión, se ha transformado en el eje sobre el que giran insistentemente pobres argumentos a favor y en contra de la Ley.

Sin embargo, creo que es saludable buscar el problema en otra parte. No en los millones que pueda perder uno, ni las voces que pretenda callar el otro. Tampoco en cómo piensa el Gobierno financiar el 66% de los medios que quedarían fuera del alcance de los privados ni el impulso federal de la propuesta. Mucho menos en la supuesta adquisición por parte de los grupos multimediales -a través de sus fundaciones- o el mismo Estado, de las licencias reservadas para las ONG. El problema creo que es aún mayor y reside en el espectáculo decadente de la política de nuestro país. Convencidos de estar discutiendo una ley que eleve los niveles de democratización (y sus artículos), resultamos (una vez más) espectadores de lujo del enfrentamiento entre oficialismo y oposición, aunque disfrazado de comunicación (con letras bien minúsculas).

Debiera ser su clima festivo y no sus luces lo que desaparezca. El ruido para no aturdirnos y las luces para permitirnos visualizar el objeto y su polisemia. Porque lo que está en juego es el derecho a comunicarse: acceso a los medios, a la información, y derecho a participar. Se comete de lo contrario el grave error en el que creo están incurriendo las Políticas de la Comunicación (si puede decirse que existen tales políticas en la Argentina): adoptar la lógica de las Telecomunicaciones: ‘que se pueda decir’, sin importar ya qué se dice.