Les acerco aquí 'El sueño insomne', capítulo II del libro de Beartiz Sarlo, Escenas de la Vida Posmoderna.
1. Zapping
La imagen ha perdido toda intensidad. No produce asombro ni intriga; no resulta especialmente misteriosa ni especialmente transparente. Esta allí sólo un momento, ocupando su tiempo a la espera de que otra imagen la suceda. La segunda imagen tampoco asombra ni intriga, ni resulta misteriosa ni demasiado transparente. Está allí sólo una fracción de segundo, antes de ser reemplazada por la tercera imagen, que tampoco es asombrosa ni intrigante y resulta tan indiferente como la primera o la segunda. La tercera imagen persiste una fracción infinitesimal y se disuelve en el gris topo de la pantalla. Ha actuado desde el control remoto. Cierra los ojos y trata de recordar la primera imagen: ¿eran algunas personas bailando, mujeres blancas y hombres negros? ¿Había también mujeres negras y hombres blancos? Se acuerda nítidamente de unos pelos largos y enrulados que dos manos alborotaban tirándolos desde la nuca hasta cubrir los pechos de una mujer, presumiblemente la portadora de la cabellera. ¿O esa era la segunda imagen: un plano más próximo de dos o tres de los bailarines? ¿Era negra la mujer del pelo enrulado? Le había parecido muy morena, pero quizás no fuera negra y sí fueran negras las manos (y entonces, quizás, fueran las manos de un hombre) que jugaban con el pelo. De la tercera imagen recordaba otras manos, un antebrazo con pulseras y la parte inferior de una cara de mujer. Ella estaba tomando algo, de una lata. Atrás, los demás seguían bailando. No pudo decidir si la mujer que bebía era la misma del pelo largo y enrulado; pero estaba seguro de que era una mujer y de que la lata era una lata de cerveza. Accionó el control remoto y la pantalla se iluminó de nuevo.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, cincuenta y cuatro. Primer plano de león avanzando entre plantas tropicales: primer plano de un óvalo naranja con letras negras sobre fondo de una gasolinera; plano general de una platea de circo (aunque no parece verdaderamente un circo) llena de carteles escritos a mano; primer plano de una mujer, tres cuartos perfil, muy maquillada, que dice “No quiero escucharte”; dos tipos recostados sobre el capó de un coche de policía (son jóvenes y discuten); un trasero de mujer, sin ropa, que se aleja hacia el fondo; plano general de una calle, en un barrio que no es de acá; Libertad Lamarque a punto de ponerse a cantar (quizás no estuviera por cantar sino por llorar por que un tipo se le acerca amenazador); una señora simpática le hace fideos a su familia, todos gritan, los chicos y el marido; un samurai, de rodillas, frente a otro samurai más gordo y sobre la tarima, al ras de la pantalla, subtítulos en español; otra señora apila ropa bien esponjosa mientras su mamá (no sabe porqué, pero la más vieja debe ser la madre) observa; Tina Turner en tres posiciones diferentes en tres lugares diferentes de la pantalla; después Alaska, iluminada desde atrás (pero se ve bien que es ella); una animadora bizca sonríe y grita; el presidente de alguna de esas repúblicas nuevas de Europa le habla a una periodista en inglés; dos locutores hablan como gallegos; Greta Garbo baila con una media en un hotel lujosísimo; Tom Cruise; James Stewart; Alberto Castillo; primer plano de un hombre que gira la cabeza hacia un costado donde se ve un poco de la cara de una mujer; Fito Páez se sacude los rulos; dos locutores hablan en alemán; clase de aerobismo en una playa; una señora bastante humilde grita mirando el micrófono que le acerca una periodista; tres modelos sentadas en un living: otras dos modelos sentadas frente a una mesita ratona; diez muchachos haciendo surf; otro presidente; la palabra fin sobre un paisaje montañoso; una aldea incendiada, la gente corre con unos bultos de ropa y chicos colgados al cuello (no es de acá); Marcello Mastroianni le grita a Sofía Loren, al lado de un auto lujoso, en una carretera; unos chicos entran corriendo a la cocina y abren la heladera; orquesta sinfónica y coro; Orson Welles subido a un púlpito, vestido de cura; Michelle Pfeiffer; un partido de fútbol americano; un partido de tennis, dobles damas; dos locutores hablan en español pero con acento de otro lado; a un negro le dan de trompadas en el pasillo de un bar; dos locutores, de acá, se miran y se ríen; actores blancos y negros en una favela hablan portugués; dibujitos animados japoneses. Acciona el control remoto por última vez y la pantalla vuelve al gris topo.
Al rato, enciende de nuevo porque son las diez de la noche. Un señor elegantísimo está sentado detrás de un escritorio, dice buenas noches y explica someramente lo que va a suceder a lo largo de dos horas de entrevistas con políticos y personalidades de todo tipo. Después, una serie de planos muestran el decorado; plantas artificiales que simulan plantas naturales, y otras construcciones tipo ikebana, con penachos medio electrizados; focos cenitales; planos de muebles; sillones, aparadores, mesas y tacitas de café, macetas, arreglos florales; un cuadro moderno; otro cuadro; luces cenitales y de nuevo el señor que asegura que volverá en algunos minutos. Control remoto. Avisos: otra vez el baile de las blancas y los negros; ahora se ve bien que están en un paisaje caribeño. Control remoto: dos actores ponen cara de idiotas, juntan las cabezas y se miran. Avisos: un auto rueda por una carretera con paisaje montañoso. Un señor de cuarenta y pico abre la puerta de un departamento donde hay un chico de diecisiete y una chica de la misma edad, que se sobresaltan. Control remoto. Vuelve el señor elegantísimo; a derecha e izquierda se han sentado algunos políticos conocidos y una señora desconocida. Deja el control remoto sobre el brazo del sillón y se levanta. Desde la cocina puede escuchar el comienzo de la entrevista. Después de cinco minutos, el señor elegante se despide hasta después del corte comercial. Control remoto. Flash informativo. Avisos. Comedia de enredos. Serie policial. Avisos. Un señor gordo jadea mientras besa a una mujer dormida, que parece quejarse en sueños. Avisos.
Un hombre joven (especie de hermano mellizo de Richard Gere) termina de afeitarse y se tira una colonia brillante y gelatinosa sobre la cara y el pecho desnudo; una mujer joven, lindísima, se está vistiendo; el hombre, sin camisa, recorre su pent-house, va hasta el teléfono, se detiene distraído por algo, toma un saxo y empieza a tocar; la mujer ha terminado de vestirse, estilo formal elegante; el hombre sigue tocando el saxo en su pent-house; la mujer hace un mohín de contrariedad y sale a la calle; el hombre ya está en la calle con su coche y la intercepta; parece que se conocían. Una chica muy joven anda en camiseta y medias por el departamento que ocupa con su novio o marido; va hasta el dormitorio buscando algo; la cama está deshecha y él, recostado contra la pared, la observa sonriendo: de golpe, la chica levanta las sábanas y encuentra un saxo; se arrodilla sobre la cama y comienza a tocar. La fiesta está en su mejor momento; todo el mundo cruza miradas significativas y toma vasos de bebida con mucho hielo; de las botellas cae un líquido color miel que parece caramelo; de pronto, todos miran hacia un rincón de la sala porque un muchacho de saco blanco ha empuñado su saxo. El médico del film trabaja en un loquero, donde tiene que enfrentarse con los casos más enigmáticos, incluido el de un loco que, al parecer, ha llegado de otro planeta a mostrar la verdad de éste; en su casa, para distraerse de tantas preocupaciones, el médico también toca el saxo. Esta noche la televisión parece un inesperado homenaje a John Coltrane y Charlie Parker. En cualquier momento, el canal de video-clips pasa a Wayne Shorter.
Demasiadas imágenes y un gadget relativamente sencillo, el control remoto, hacen posible el gran avance interactivo de las últimas décadas, que no fue producto de un desarrollo tecnológico originado en las grandes corporaciones electrónicas sino en los usuarios comunes y corrientes. Se trata, claro está, del zapping.
El control remoto es una máquina sintáctica, una moviola hogareña de resultados imprevisibles e instantáneos, una base de poder simbólico que se ejerce según leyes que la televisión enseñó a sus espectadores. Primera ley: producir la mayor acumulación posible de imágenes de alto impacto por unidad de tiempo; y, paradójicamente, baja cantidad de información por unidad de tiempo o alta cantidad de información indiferenciada (que ofrece, sin embargo, el “efecto de información”). Segunda ley: extraer todas las consecuencias del hecho de que la retrolectura de los discursos visuales o sonoros, que se suceden en el tiempo, es imposible (excepto que se grabe un programa y se realicen las operaciones propias de los expertos en medios y no de los televidentes). La televisión explota este rasgo como una cualidad que le permite una enloquecida repetición de imágenes: la velocidad del medio es superior a la capacidad que tenemos de retener sus contenidos. El medio es más veloz que lo que trasmite. En esa velocidad, muchas veces, compiten hasta anularse los niveles de audio y video. Tercera ley: evitar la pausa y la retención temporaria del flujo de imágenes porque conspiran contra el tipo de atención más adecuada a la estética massmediática y afectan lo que se considera su mayor valor: la variada repetición de lo mismo. Cuarta ley: el montaje ideal, aunque no siempre posible, combina planos muy breves; las cámaras deben moverse todo el tiempo para llenar la pantalla con imágenes diferentes y conjurar el salto de canal.
En la atención a estas leyes reside el éxito de la televisión pero, también, la posibilidad estructural del zapping. Los alarmados ejecutivos de los canales y las agencias publicitarias ven en el zapping un atentado a la lealtad que los espectadores deberían seguir cultivando. Sin embargo, es sensato que acepten que, sin zapping, hoy nadie miraría televisión. Lo que hace casi medio siglo era una atracción basada sobre la imagen se ha convertido en una atracción sustentada en la velocidad. La televisión fue desarrollando las posibilidades de corte y empalme que le permitían sus tres cámaras, sin sospechar que en un lugar de ese camino, por el que transitó desde los largos planos generales fijos hasta la danza del switcher, tendría que tomar de su propia medicina: el control remoto es mucho más que un switcher para aficionados.
El switcher es el arma de los directores de cámara: ellos, muchas veces sin ton ni son, aprietan botones y pasan de un punto de vista a otro; el control remoto es el arma de los espectadores que aprietan botones cortando donde los directores de cámara no habían pensado cortar y montando esa imagen trunca con otra imagen trunca, producida por otra cámara, en otro canal o en otro lugar del planeta. El switcher ancla a los directores de cámara en un decorado (el mostrador de los noticieros, el living de las modelos-animadoras, la pista y las gradas de los musicales, los patios y palacetes de las telenovelas). El control remoto no ancla a nadie en ninguna parte: es la irrelevante e irresponsable sintaxis del sueño producido por un inconsciente posmoderno que baraja imágenes planetarias. Los optimistas podrían pensar que se ha alcanzado la apoteosis de la “obra abierta”, el límite del arte aleatorio en un gigantesco banco de imágenes readye. Para pensar así, es necesario cultivar una indiferencia cínica ante el problema de la densidad semántica de esas imágenes.
El zapping suscita una serie de cuestiones interesantes. Está, por supuesto, el asunto de la libertad del espectador que se ejerce con la velocidad mercurial con que se recorrería un shopping-center tripulando un trasbordador atómico. Toda detención obliga a una actividad suplementaria: enlazar imágenes en lugar de superponerlas, realizar una lectura basada en la subordinación sintáctica y no en la coordinación (el zapping nos permite leer como si todas las imágenes-frases estuvieran unidas por “y”, por “o”, por “ni”, o simplemente separadas por puntos). Viejas leyes de la narración visual que legislaban sobre el punto de vista, el pasaje de un tipo de plano a otro de menor o mayor inclusividad, la duración correlativa de planos, la superposición, el encadenado, el fundido de imágenes, son derogadas por el zapping. No se trata, como quería Eisenstein, del “montaje soberano”, sino, más bien, de la desaparición del montaje, que siempre supone una jerarquía de planos. El zapping demuestra que el montaje hogareño conoce una sola autoridad: el deseo moviendo la mano que pulsa el control remoto. Como muchos de los fenómenos de la industria cultural, el zapping parece una realización plena de la democracia: el montaje autogestionado por el usuario, industrias domiciliadas de televidentes productivos, tripulantes libres de la cápsula audiovisual, cooperativas familiares de consumo simbólico donde la autoridad es discutida duramente; ciudadanos participantes en una escena pública electrónica, espectadores activos que contradicen, desde el control remoto, las viejas teorías de la manipulación, zapadores de la hegemonía cultural de las élites, saboteadores porfiados de las mediciones de rating y, si se presenta la ocasión, masas dispuestas a rebelarse ante los Diktats de los capitalistas massmediáticos.
Como sea, el zapping es lo nuevo de la televisión. Pero su novedad exagera algo que ya formaba parte de la lógica del medio: el zapping hace con mayor intensidad lo que la televisión comercial hizo desde un principio: en el núcleo del discurso televisivo siempre hubo zapping, como modo de producción de imágenes encadenadas sacando partido de la presencia de más de una cámara en el estudio. La idea de zapar, por casualidad semántica, evoca la improvisación sobre pautas melódicas o rítmicas previas; la idea de zapada televisiva conserva algo de la improvisación dentro de pautas bien rígidas. Entre ellas, la velocidad pensada como medio y fin del así llamado “ritmo” visual, que se corresponde con los lapsos cortos (cada vez más cortos) de atención concentrada. Atención y duración son dos variables complementarias y opuestas: se cree que sólo la corta duración logra generar atención.
En el camino, se ha perdido el silencio, uno de los elementos formales decisivos del arte moderno (de Miles Davis a John Cage, de Malevich a Klee, de Dreyer a Antonioni). La televisión, casi contemporánea de las vanguardias, utiliza de ellas procedimientos, jamás principios constructivos. No hay necesidad de atacarla ni de defenderla por esto: la televisión no mejora ni empeora porque tome en préstamo pocos o muchos procedimientos del arte “culto” de este siglo. Su estética es suya. La pérdida del silencio, del vacío o del blanco no afecta a la televisión porque el arte moderno haya realizado obras donde el silencio y el vacío mostraban exasperadamente la imposibilidad de decir y la necesidad de lo no dicho para que algo pueda ser dicho.
La pérdida del silencio y del vacío de imagen a la que me refiero aquí es un problema propio del discurso televisivo, no impuesto por la naturaleza del medio sino por el uso que desarrolla algunas de sus posibilidades técnicas y clausura otras. Ritmo acelerado y ausencia de silencio o de vacío de imagen son efectos complementarios: la televisión no puede arriesgarse, porque tanto el silencio como el blanco (o la permanencia de una misma imagen) van en contra de la cultura perceptiva que la televisión ha instalado y que su público le devuelve multiplicada por el zapping. El salto de canal es una respuesta no sólo frente al silencio sino también frente a la duración de un mismo plano. Por eso, la televisión del mercado necesita de eso que llama “ritmo”, aunque la sucesión vertiginosa de planos no constituya una frase rítmica sino una estrategia para evitar el zapping. Se confía en que el alto impacto y la velocidad compensarán la ausencia de blancos y de silencios, que deben evitarse porque ellos abren las grietas por donde se cuela el zapping. Sin embargo, habría que pensar si las cosas no suceden exactamente al revés: que el zapping sea posible precisamente por la falta de ritmo de un discurso visual repleto, que puede ser cortado en cualquier parte ya que todas las partes son equivalentes. La velocidad y el llenado total del tiempo son leyes no de la televisión como posibilidad virtual sino de la televisión como productora de mercancías cuyo costo es gigantesco y, en consecuencia, los riesgos de las apuestas deben reducirse al mínimo.
En todo esto se origina una forma de lectura y una forma de memoria: algunos fragmentos de imagen, los que logran fijarse con el peso de lo icónico, son reconocidos, recordados, citados: otros fragmentos son pasados por alto y se repiten infinitamente sin aburrir a nadie porque, en realidad, nadie los ve. Son imágenes de relleno, una marea gelatinosa donde flotan, se hunden y emergen los íconos reconocibles, que necesitan de esa masa móvil de imágenes justamente para poder diferenciarse de ella, sorprender y circular velozmente: las imágenes más atractivas necesitan de un “medio de contraste”. Existen porque hay una infantería de imágenes que no se recuerdan pero pavimentan el camino. Las imágenes de relleno, cada vez más numerosas, no se advierten mientras existan las otras imágenes; cuando estas últimas comienzan a escasear, zapping. Todo esto tarda más en escribirse que en suceder.
Las imágenes de relleno se repiten más que las imágenes “afortunadas”. Pero éstas también se repiten. Los admiradores intelectuales de la estética televisiva reconocen que la repetición es uno de sus rasgos y, con erudición variable según los casos, rastrean sus orígenes en las culturas folk, los espectáculos de la plaza pública, las marionetas, el grand-guignol, el folletín decimonónico, el melodrama, etc. No voy a detenerme en precisiones. Más bien convengamos rápidamente: la repetición serializada de la televisión comercial es como la de otras artes y discursos cuyo prestigio ha sido legitimado por el tiempo. Como el folletín, la televisión repite una estructura, un esquema de personajes, un conjunto pequeño de tipos psicológicos y morales, un sistema de peripecias e incluso un orden de peripecias.
Gozar con la repetición de estructuras conocidas es placentero y tranquilizador. Se trata de un goce perfectamente legítimo tanto para las culturas populares como para las costumbres de las élites letradas. La repetición es una máquina de producir una felicidad apacible, donde el desorden semántico, ideológico o experiencial del mundo encuentra un reordenamiento final y remansos de restauración parcial del orden: los finales del folletín ponen las cosas en su lugar y esto les gusta incluso a los sujetos fractales y descentrados de la posmodernidad. No es necesario reiterar todos los días lo que ya ha sido dicho veinte veces a propósito del folletín, sólo para buscarle a la televisión antecedentes prestigiosos que verdaderamente ni pide ni necesita. Se trataría más bien de preguntarse si los efectos estéticos de la repetición televisiva evocan más la serialidad de Alejandro Dumas que la del con justicia olvidado Paul Feval. Quiero decir: en el folletín decimonónico estaban Dumas y Paul Feval. Sé bien quiénes podrían ser los Paul Feval de la televisión, pero resulta más complicado encontrar sus Dumas. Si esta comparación es improcedente, habría que pensar que la comparación entre televisión y folletín del siglo XIX tampoco está bien ajustada. Hasta Umberto Eco piensa que Balzac es más interesante que los autores de Dallas; y, en realidad, sólo quien no vio Dallas o no leyó a Balzac podría imaginar una demostración en sentido contrario.
La novedad de la televisión es tal que habría que leerla en sus recursos originales. Comencé por el zapping porque allí hay una verdad del discurso televisivo. Es un modelo de sintaxis (es decir, de una operación decisiva: la relación de una imagen con otra imagen) que la televisión manejó antes de que sus espectadores inventaran ese uso “interactivo” del control remoto. La televisión realmente existente en el mercado comercial está obligada a una cantidad infinita de horas anuales; así como sus espectadores se ven requeridos por demasiadas imágenes, la televisión debe producir también demasiado. La relación cuantitativa entre una imagen y otra, donde emerge una tercera imagen ideal que permite construir sentidos, es casi imposible en la línea ininterrumpida de montaje que el mercado exige de la televisión comercial. El azar del encuentro de imágenes no es, entonces, una elección estética que acerque la televisión al arte aleatorio, sino un último recurso adonde la televisión retrocede porque tiene que poner centenares de miles de imágenes por semana en pantalla.
La repetición serial es una salida para este cuello de botella: cientos de horas de televisión semanales (en los canales de aire y en el cable) son inmanejables si cada unidad de programa quisiera tener su formato propio. Lo que fue un rasgo de la literatura popular, del cine de género, del circo, de los cómicos de barraca, de la música campesina, del melodrama (todo el mundo se apura a recordarlo citando una vez más antecedentes cuya vejez garantiza el prestigio) es una respuesta obligada por el sistema de producción. La serie evita los imprevistos estilísticos y estructurales. En el teleteatro, el sistema binario de personajes permite construir relatos con la rapidez exigida por productores que graban tres o cuatro episodios por día: los actores saben perfectamente a qué atenerse, los escenarios responden a pocas tipologías bien identificables; los conflictos enfrentan fuerzas morales y psicológicas cuya previsibilidad sólo es interrumpida por la complicación de la peripecia que, por un lado, recurre a los tópicos clásicos y, por el otro, los actualiza con paquetes de referencias inmediatas que traen al teleteatro los temas de los noticieros. Sobre una misma trama de pasiones codificadas desde hace décadas, la nueva televisión de los últimos años aplica un zurcido de pedazos que nombran la realidad: corrupción de los políticos, SIDA, excesos sexuales, homosexualidad, negociados públicos y privados.
La estética seriada necesita de un sistema sencillo de rasgos cuya condición es el borramiento de los matices. El maniqueísmo psicológico y moral baja el nivel de problematicidad y cose las grietas de desestructuración formal e ideológica. Una moda de intelectuales que, hace ya algunos años, comenzó curioseando el Kitsch radial y teleteatral y luego terminó consumiéndolo, no alcanza para responder de manera convincente a las condenas de la cultura de masas, que la demonizaron muchas veces sin conocerla del todo. Al elitismo de las posiciones más críticas no debería oponerse su simétrica inversión bajo la figura de un neopopulismo seducido por los encantos de la industria cultural.
Los programas de misceláneas, los cómicos, los infantiles o los musicales encuentran en la repetición serial un cañonazo fuerte (una especie de fantasmal guión de hierro) sobre el cual la improvisación borda su repetición con variaciones. Esta novedad moderada es funcional a todo el sistema productivo, desde los guionistas hasta los actores; y económica por que, al permitir la repetición de decorados y vestuarios, garantiza una mínima inversión de tiempo. La televisión no renuncia de buena gana a lo que ya ha probado su eficacia y esto no se opone al flujo ininterrumpido de imágenes sino que, precisamente, lo hace posible. Los mejores y los peores programas pueden ser realizados dentro de módulos seriales: éstos, en sí mismos, no garantizan resultados. Aseguran, sí, un modo de producción donde la repetición compensa las lagunas de la improvisación actoral y técnica. Pero, aunque parezca odioso mencionarlo, la repetición banaliza las improvisaciones actorales y se convierte en una estrategia para salir del paso ajustada obedientemente a la avaricia del tiempo de producción televisivo. Como en cualquier otro arte, lo improvisado no es una cualidad sustancial sino un conjunto de operaciones técnicas y retóricas. Que sean los cómicos de televisión o los actores de teleteatro quienes cultiven con mayor constancia la improvisación habla más del modo de producción en condiciones de mercado que de la influencia de lo que fue una innovación teatral hace ya varias décadas. La improvisación televisiva responde a la lógica de la producción seriada capitalista antes que a la estética.
Los estilos televisivos llevan, muy evidentemente, las señales de un discurso serializado: comedias, dramas, costumbrismo, entretenimientos responden, más que a una tipología de géneros (el conflicto psicosocial, los avatares del sentimiento, el enigma del crimen, la presentación de la juventud, del baile y la música) a un estilo marco: el show, que tributa a sus orígenes en las variedades cómicas, musicales o circenses. El show planea sobre todas las demás matrices estilísticas: show de noticias, show de reportajes, show de goles, show nocturno político diferenciado entre show de medianoche y show de media tarde, show teleteatral, show infantil, show cómico, show íntimo de subjetividades. El denominador común es la miscelánea.
Este estilo marco funda la televisividad. Los políticos, por ejemplo, buscan construir sus máscaras según esa lógica y, en consecuencia, memorizar líneas de diálogo, gestualidades, ritmos verbales; deben ser expertos en las transiciones rápidas, los cambios de velocidad y de dirección para evitar el tedio de la audiencia. La destreza del político televisivo se aprende en la escuela audiovisual que emite certificados de carisma electrónico. La televisividad es una condición que debe ser dominada no sólo por los actores sino por todos los que aparecen en pantalla. Tiene la importancia de la fotogenia en las décadas clásicas de Hollywood. Asegura que las imágenes pertenezcan a un mismo sistema de presentación visual, las homogeiniza y las vuelve inmediatamente reconocibles. Permite la variedad porque sostiene la unidad profunda que sutura las discontinuidades entre los diferentes programas (la publicidad colabora ampliamente en esta tarea). La televisividad es el fluido que le da su consistencia a la televisión y asegura un reconocimiento inmediato por parte de su público. Si se la respeta, es posible alterar ciertas reglas: el tono de algunos intelectuales electrónicos, importado de la academia o el periodismo escrito, conserva el atractivo de la televisividad sin tributar a sus modelos más comunes. Ese tono hace valer su diferencia: frente al torbellino de todo el día, se abre el paréntesis calmo que desafía la “tiranía del tiempo” y demuestra que la televisión no expulsa, necesariamente, una hora de reflexión de vez en cuando, siempre que algunos rasgos se conserven: fuerte presencia icónica, movimientos de cámara tributarios pero a los que todos estamos habituados, imágenes digitalizadas, escucha atenta a la palabra del público, sentimentalismo.
La televisión comparte lo que antes ha impartido, e imparte lo que ha tomado un poco de todos lados pero siempre según el principio de que así como el público es su mejor intérprete (de allí la fuerza del rating en la televisión de mercado), la televisión sabe de públicos por lo menos tanto como lo que el público sabe de televisión. Espejo democrático y plebeyo, espejo de la totalidad de los públicos que, además, ha comenzado a reflejar a cada uno de sus fragmentos, la televisión constituye a sus referentes como públicos y a sus públicos como referentes. ¿Cómo contestar a la pregunta acerca de si el público habla como los astros del star-system o éstos como su público?
Estos rasgos pueden proteger a los discursos televisivos de la discontinuidad del zapping: en todo momento, siempre uno sabe donde está y se puede abandonar un programa para pasar a otro con la garantía de que se entenderá qué sucede en el segundo. Votamos con el control remoto. La competencia entre canales es una disputa por ocupar el lugar (imaginario) donde el zapping se detenga. Con todo, las imágenes significan cada vez menos y, paradójicamente, son cada vez más importantes. Desde un punto de vista formal, la televisión, que parece una vencedora feliz de todos los discursos, llegó a una encrucijada.
2. Registro Directo
Diálogo visto y oído, al atardecer, en un programa periodístico emitido por el canal estatal.
Animador: Este programa nos da sorpresas a cada rato. Acá viene una más grande todavía. La vamos a dar con todo cuidado. Este señor vino al canal y dijo que acababa de matar a una persona y que quería entregarse en cámara...
NN: No sé si lo maté. Peleamos y yo me defendí.
Animador: Cuénteme todo.
NN: Ayer a la tarde estábamos tomando unas cajas de vino con mi esposa y otros amigos, cuando algunos empezaron a burlarse de mi mujer porque tiene labio leporino. Y este muchacho empezó a tomarnos el pelo con la forma que habla mi señora. Le dije que no se metiera conmigo. Vea, yo soy una buena persona, me considero una buena persona. Por ahí, más de un vecino viene y le dice que no la va con mi carácter. Mi carácter, yo reconozco que es bastante fuerte mi carácter. Y le cuento que peleamos. Le di dos cachetazos y después peleamos. Eran tres más o menos, y yo era solo. No me acuerdo bien.
Animador: ¿Qué pasó entonces?
NN: Me pegaron, me patearon la cabeza. Me rompieron la boca. Mire cómo tengo el labio roto.
Animador: ¿Por qué se entrega? ¿Usted por qué viene acá?
NN: Y... no tenía donde ir, y no me considero un asesino o...
Animador: ¿Pero mató a alguien o no?
NN: Y... yo lo lastimé. No sé si está vivo el pibe. Ojalá que esté vivo.
Animador: ¿Cree que lo mató?
NN: No sé, no...
Animador: ¿Con qué le pegó?
NN: Con un cuchillo.
Animador: Usted sabe que de acá se va a ir detenido.
NN: No importa, yo creo que hay justicia.
¿Qué diferencia este diálogo del que este hombre podría tener si hubiera ido a una comisaría? La pregunta es simple. Pero si acertamos la respuesta, damos en el clavo de porqué la televisión puede parecer un espacio más próximo que la comisaría del barrio, y el animador del programa alguien más confiable que un policía de guardia. Dejo de lado las razones más obvias: los sectores populares conocen bien la cara violenta de la policía. La cuestión no pasa sólo por allí. El tramo citado del programa reúne todos los rasgos de la “nueva televisión” o, como también se la ha llamado, “televisión relacional”. Está, en primer lugar, el registro directo; luego, la presentación de una franja de vida, de manera más nítida de lo que hubiera soñado un escritor naturalista del siglo XIX o un escritor de non fiction de este siglo; en tercer lugar, el hecho de que un estudio de televisión parece más seguro, más accesible y a la medida del protagonista que las instituciones; finalmente, la permanente ampliación igualadora de la referencia, que produce en los espectadores la creencia de que todos somos, potencialmente, objetos y sujetos que pueden entrar en cámara.
Vayamos por partes. El registro directo es el límite extremo que ningún documental fílmico pudo alcanzar precisamente porque la tecnología del cine lo vuelve imposible. En el cine, el más directo de los registros siempre tiene una recepción diferida. Se podrá acortar al máximo el lapso entre la captación de la imagen y su proyección, pero siempre transcurre tiempo entre una y otra. Y este tiempo no es neutro. En su transcurso suceden operaciones técnicas (revelado, edición, copiado) en las cuales la imagen atraviesa un proceso de manipulaciones indispensables para que pueda ser vista como imagen fílmica. El hecho de que esas manipulaciones sean necesarias, abre un campo de dudas sobre manipulaciones, digamos, “innecesarias” atribuibles al azar o a la deliberación: cuánto negativo no imprimió y, en consecuencia, cuántas imágenes nosotros no estamos viendo pero sí fueron vistas por el director; qué cortes se introdujeron en la edición y por cuáles motivos: si parece inevitable el corte por motivos técnicos (una imagen demasiado borrosa o fuera de foco, por ejemplo), quién y cómo juzgó su validez. Pero además podemos suponer que se realizaron otros cortes por razones que nunca son explícitas del todo (el director pudo pensar que la escena era demasiado larga, que una panorámica sobre el paisaje era innecesaria, que tal distancia de los objetos los privaba del carácter vívido que tienen en los primeros planos finalmente elegidos). Un fotógrafo disconforme con la luz puede intervenir en el curso del revelado y de la copia, y nunca sabremos si lo hizo o no lo hizo, así como no podremos decidir si lo que estamos viendo en el film es exactamente lo que se imprimió en su negativo. En el lapso que va entre el registro del film y su proyección puede suceder todo y ese todo abre la posibilidad de la ficción, de las opiniones tendenciosas de quienes hicieron el film, de sus equivocaciones solucionadas en la sala de montaje. En esta distancia temporal nace la sospecha.
La televisión no se libra de sospechas si la trasmisión no es en directo. También sobre una cinta grabada se pueden realizar operaciones de edición, corrección de luz, sobreimpresiones, fundidos, armado de imágenes sin respetar el orden en que primero fueron captadas por la cámara. Pero, a diferencia del cine, la televisión tiene una posibilidad particular: el registro directo unido a la trasmisión en directo. Allí las manipulaciones de la imagen, aunque subsisten, no tienen al tiempo como aliado: lo que se ve es literalmente tiempo “real” y, por lo tanto, lo que sucede para la cámara sucede para los espectadores. Si esto no es exactamente así, porque se realizan intervenciones técnicas y estilísticas (iluminación, profundidad de campo, encuadre y fuera de cuadro, paso de una cámara a otra, interrupción del registro durante los minutos de publicidad), sin embargo, todo sucede como si fuera así: el público pasa por alto las posibles intervenciones y la institución televisiva refuerza su credibilidad en el borramiento de cualquier deformación de lo sucedido cuando se recurre al registro directo trasmitido en directo.
Entonces se genera una ilusión: lo que veo es lo que es, en el mismo momento en que lo veo; veo lo que va siendo y no lo que ya fue una vez y es retransmitido diferidamente; veo el progreso de la existencia y veo el paso del tiempo; veo las cosas como son y no las cosas como fueron; veo sin que nadie me indique cómo debo ver lo que veo, ya que las imágenes de un registro directo transmitido en directo dan la impresión de que no fueron editadas. El tiempo real anula la distancia espacial: si lo que veo es el tiempo en su transcurrir, la distancia espacial que me separa de ese tiempo puede ser puesta entre paréntesis. Veo, entonces, como si estuviera allí. En sus comienzos, la televisión estaba limitada a este registro directo en directo, que no era una elección sino una constricción: desde las publicidades hasta los teleteatros, todo salía en vivo. El perfeccionamiento de las tecnologías que permiten grabar y emitir en diferido hizo posible el ensayo, la repetición de lo que había salido mal, la intervención de los editores, la experimentación con los formatos. El registro directo en directo dejó de ser una necesidad para convertirse en una elección que ponía de manifiesto lo que la televisión puede hacer y no lo que había estado obligada a hacer por razones técnicas.
Se puede, entonces, elegir entre un tipo de registro y otro, y entre la trasmisión directa y la diferida. El registro directo obligado de los comienzos de la televisión se ha transformado en una posibilidad nueva. En este punto adquiere otros valores y funciones. La ilusión de verdad del discurso directo es (hasta ahora) la más fuerte estrategia de producción, reproducción, presentación y representación de “lo real”. Se tiene la impresión de que entre la imagen y su referente material no hay nada o, por lo menos, hay poquísimas intervenciones y esas intervenciones parecen neutras porque se las considera técnicas. Frente al registro directo se puede pensar que la única autoridad es el ojo de la cámara (¿cómo desconfiar de algo tan socialmente neutro como un lente?). En este punto, el registro directo parece anular un debate de siglos sobre la relación entre mundo y representación.
Las consecuencias son muchas. Porque un lente está en las antípodas de la neutralidad. Y porque, incluso en el más directo de los registros, subsiste la puesta en escena, la cámara sigue eligiendo el encuadre y por tanto lo que queda fuera de cuadro, las aproximaciones y los alejamientos de cámara dramatizan o tranquilizan las imágenes, los sonidos en off proporcionan datos que se combinan con lo que muestra la imagen. Todo esto sucede aunque los que captan el registro no sean demasiado conscientes de sus elecciones: si ellos no deciden, la que decide es la ideología y la estética del medio que habla cuando los demás están callados
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El registro directo produce una verdad que se agrega al mayor poder de convicción que se adjudica a las imágenes sobre las palabras sin imagen. No hay ningún mal intrínseco en las imágenes; ellas tienen esa capacidad de parecer más inmediatas que cualquier otro discurso. En una cultura sostenida en la visión, la imagen tiene más fuerza probatoria porque no se limita a ser simplemente verosímil o coherente, como puede ser un discurso, sino que convence como verdadera: alguien lo vio con sus propios ojos, no se lo contaron. El registro directo pone al espectador en los ojos de la cámara y nadie tiene que contarle nada porque es como si hubiera estado allí. Incluso mejor, porque no hubiera podido acercarse de ese modo para captar una mueca imperceptible con la nitidez del primer plano, o quizás se hubiera distraído con detalles secundarios que la cámara ha sacado de cuadro.
Por eso, el hombre se acusa de asesinato frente a una cámara de televisión: como espectador quiere ocupar un espacio de verdad donde sus palabras sonarán más creíbles. Dice que confía en la justicia pero no ha ido a un juez para acusarse. De todas las instituciones, la televisión en directo le parece la más digna de confianza: nadie podrá tergiversar ni sus gestos ni sus dichos y, además, ningún policía podrá forzarlo a decir más de lo que quiere decir ni dejarlo incomunicado durante horas. La televisión se ha convertido en custodio de su hábeas corpus.
Los espectadores, por su parte, reciben lo que han buscado: no mayor verosimilitud (que es un producto de operaciones discursivas y retóricas), sino directamente la vida. El happening, es decir, el suceso en su sucederse: tanto más valioso cuanto más desconfianza despierten otros sucesos públicos de los que no se conocen bien ni sus leyes ni sus actores, ni las normas de funcionamiento de sus instituciones (es decir todas aquellas prácticas que, como la política, no siempre pueden ser mostradas mientras suceden). En el happening, en cambio, la televisión construye un modo de presentación que amplía y mejora el realismo (con todo, bastante alto) de otros formatos: el happening trasmitido en directo se diferencia del registro directo en diferido tal como es utilizado habitualmente por los noticieros, en el hecho de que los registros directos de noticiero fueron pre-vistos por alguien en algún lugar del canal. La sintaxis de estos registros directos diferidos no se armó sola. En el happening de registro directo en directo, se produce la ilusión de que no hay narrador: los personajes se imponen sin el filtro de ninguna intermediación, excepto la intermediación institucional televisiva que, en este caso, busca borrar sus marcas.
Este happening en directo-directo es un trozo de vida que autoriza no sólo a sus propias imágenes sino, por procuración, a todas las imágenes televisivas. Su verdad es tan grande que desborda sobre otros registros directos en diferido y sobre registros que ni siquiera son directos. La verdad de la televisión está en el registro directo en directo, no sólo porque ésa sería su original novedad técnica sino porque en ella se funda uno de los argumentos de confiabilidad del medio: frente a la opacidad creciente de otras instituciones, frente a la complejidad infernal de los problemas públicos, la televisión presenta lo que sucede tal como está sucediendo y, en su escena, las cosas parecen siempre más verdaderas y más sencillas. Investida de la autoridad que ya no tienen las iglesias ni los partidos ni la escuela, la televisión hace sonar la voz de una verdad que todo el mundo puede comprender rápidamente. La epistemología televisiva es, en este sentido, tan realista como populista, y ha sometido a una demoledora crítica práctica todos los paradigmas de trasmisión del saber conocidos en la cultura letrada.
El pacto con el público se apoya en este basismo ideológico que nadie se atrevería a criticar desenterrando argumentos elitistas. La televisión es parte de un mundo laico donde no existen autoridades cuyo poder se origine sólo en las tradiciones, en la revelación, en el origen. Si funda otros mitos y otras autoridades no lo hace a través de una restitución del pasado sino por una configuración del presente y, quiérase o no, probablemente del futuro. La televisión tiende al igualitarismo porque, hasta el momento, su forma de competir en el mercado está basada sobre el rating. Y, aunque algunos publicitarios inteligentes opinen que, arriba de los diez puntos de rating, lo único que puede venderse es la electricidad necesaria para mantener encendidos los televisores y no las mercancías de los anuncios, el rating define las políticas de los canales de aire (y, con una estimación de público más preocupada por la fragmentación por sectores, también la de los canales de cable y la televisión codificada).
La “nueva televisión” se concentra en formatos como el reality show y los programas participativos: es decir, aquéllos que, por definición, son imposibles sin público en el estudio y frente a las cámaras, a diferencia de un tipo más arcaico de programa que podía basarse en competencias entre miembros del público o podía admitir público en el estudio, pero no trasladaba estos recursos al resto de la programación. En la actualidad, por el contrario, hasta los programas de discusión política más reflexivos llevan público, reciben llamados telefónicos y sientan a la mesa a no expertos precisamente en su calidad de no expertos. Como en la repetida boutade de Andy Warhol, la televisión promete que todos entraremos en cámara alguna vez, porque no existen cualidades específicas sino “acontecimientos” que pueden llevarnos a la televisión y, a falta de “acontecimientos”, nuestra calidad de ciudadanos es condición suficiente para estar allí. En este punto, la televisión comercial vive de un imaginario fuertemente nivelador e igualitarista. Pero no sólo de él.
Todos podemos estar frente a la cámara porque están allí figuras claves que operan como “anclas”: si la televisión sólo nos mostrara a nosotros mismos se volvería una pesadilla hiperrealista. En cambio, ella también nos muestra sus astros, seres excepcionales que, al mismo tiempo, hablan una lengua completamente familiar y no evitan las banalidades cotidianas. “Cultura espejo” de su público mediada por el aura del star-system. En esta paradoja del democratismo televisivo, se funda una cultura común que permite reconocer a la televisión como un espacio mítico (allí están sus estrellas, que son las verdaderas estrellas de la sociedad de masas) y, al mismo tiempo, próximo: Venus en la cocina, la cocina de Venus. El público se tutea con las estrellas, o se dirige a ellas por el nombre de pila, confía en ellas porque están electrónicamente próximas y porque las estrellas, en lugar de basar su carisma en la lejanía y la diferencia, lo buscan en la proximidad ideológica y de sentimientos.
La televisión presenta a las estrellas y al público de las estrellas navegando en un mismo flujo cultural. Esta comunidad de sentidos refuerza un imaginario igualitarista y, al mismo tiempo, paternalista. El público recurre a la televisión para lograr aquellas cosas que las instituciones no garantizan: justicia, reparaciones, atención. Es difícil afirmar que la televisión sea más eficaz que las instituciones para asegurar esas demandas. Pero sin duda parece más eficaz, porque no debe atenerse a dilaciones, plazos, procedimientos formales que difieren o trasladen las necesidades. La escena televisiva es un frontón de pelota: el rebote puede no llegar adonde se desea, pero siempre hay algún rebote. La escena institucional, incluso la más perfeccionada, no tiene ni podría tener esta cualidad instantánea. La escena televisiva vive del impulso, mientras que la escena institucional cumple adecuadamente sus funciones si procesa con eficacia los impulsos colectivos. La escena televisiva es rápida y parece transparente; la escena institucional es lenta y sus formas (precisamente las formas que hacen posible la existencia de instituciones) son complicadas hasta la opacidad que engendra desesperanza.
Aunque pudiera demostrarse que no es mejor que las instituciones para lograr más seguridad o mejor servicio público, la televisión vive de lo que su público le lleva y, quizás, a corto plazo le dé algo de lo que ese público busca en ella. El presunto asesino que corre a un canal para autoinculparse percibe allí más garantías que en la institución policial: mayor velocidad de la máquina burocrática, mayor seguridad para su persona después de la publicidad del hecho, ayuda para la familia que quedará librada a su suerte mientras él esté preso, un abogado gratis y más interesado en su caso que el defensor de pobres que le proporcionaría el Estado. Paternalismo televisivo en una época donde el paternalismo político, en las grandes ciudades, ya no puede garantizar el intercambio de servicios que antes desplegaba en escenarios menos superpoblados. En lugar del caudillo político, que mediaba entre sus fieles y las instituciones, la estrella televisiva es una mediadora sin memoria, que olvida todo entre corte publicitario y corte publicitario, y cuyo poder no reposa en la solución de los problemas de su protegido sino en el ofrecimiento de un espacio de reclamos y, también, de reparaciones simbólicas. Como los solitarios que van a buscar pareja a los programas de televisión, los olvidados y los rechazados buscan en ella la escucha que no encontraron en otra parte.
La televisión reconoce a su público, entre otras cosas porque necesita de ese reconocimiento para que su público sea, efectivamente, público suyo. La dinámica capitalista del medio pasa por alto todo lo que pueda diferenciar a la televisión del público y, en consecuencia, está impedida de desarrollar estrategias que sólo paguen a largo plazo (estrategias del tipo de las que encara la industria editorial o discográfica que vive en un equilibrio siempre inestable entre los gustos del mercado y el riesgo de una inversión cuyos réditos no sean inmediatos). El público, a su vez, encuentra en la televisión una instancia que las instituciones no parecen acordar a los marginales, a quienes atraviesan situaciones excepcionales, a los que carecen del saber necesario para manejarse en los zig -zags de la administración, a quienes desconfían de la mediación política, a los que han fracasado en sus intentos de ser escuchados en otros aspectos. La televisión juega a ser más transparente y, en este juego, responde a una demanda de rapidez, eficacia, intervención personalizada, atención a las manifestaciones de la subjetividad y particularismo que su público no encuentra en otra parte. Los sujetos televisivos aman la proximidad (aunque esa proximidad sea imaginaria) y la televisión les repite que ella, la única, está cerca. En la intemperie relacional de las grandes ciudades, la televisión promete comunidades imaginarias y en ellas viven quienes hoy son escépticos sobre la posibilidad de fundar o fortalecer otras comunidades.
Incluso, hay quienes piensan que el acto de compartir un aparato de televisión, instalado en el living o la cocina como un tótem tecnológico, une con nuevos lazos a los que se sientan frente a la misma pantalla. Video-familias a las que el debilitamiento de las relaciones de autoridad, paternidad y filialidad tradicionales habría arrojado al límite de la disolución, volverían a reunirse en el calor de la luz cromática. Es difícil decidir si esta bella ficción neoantropológica tiene alguna verdad más allá de sus buenas intenciones.
Sin embargo, no hay razón para desconfiar del hecho de que ciertos héroes de las subculturas juveniles hoy puedan ser conocidos y escuchados por los más viejos: la televisión los puso allí y, si ella lo hizo, los aseguró contra el potencial subversivo o simplemente antiadultos que tenían cuando sus semejantes estaban confinados a los films y a los discos. Así como la televisión tiende a atravesar las clases sociales, también atraviesa algunas fronteras de edad y sexo: los programas para adolescentes son mirados por los niños y los viejos; los teleteatros pasan, levemente cambiados, a los horarios nocturnos; y, básicamente, las publicidades de la programación del día o de la semana se ven a cualquier hora y ponen en circulación, frente a públicos no específicos, imágenes específicas. La sintaxis aleatoria del zapping provoca el encuentro, aunque sea fugacísimo, entre un jubilado y un video-clip, entre un programa hogareño y un hombre que busca el show de goles planetario, entre un metalero y un pastor electrónico.
A algunas horas del día o de la noche, millones estamos mirando televisión en una misma ciudad o en un mismo país. Esta coincidencia de visión produce algo más que puntos de rating. Produce, a no dudarlo, un sistema retórico cuyas figuras pasan al discurso cotidiano: si la televisión habla como nosotros, también nosotros hablamos como la televisión. En la cultura cotidiana de consumo más fugaz, los chistes, los modos de decir, los personajes de la televisión forman parte de un cajón de herramientas cuyo dominio asegura una pertenencia: quien no las conoce es un snob o viene de afuera. Incluso las élites intelectuales, cuando no practican la condena y el retiro respecto de la televisión, encuentran simpático el cultivo de los clisés aprendidos mientras se mira televisión (para saber finalmente de qué se trata, ya que la mira todo el mundo, o porque el gusto por el Kitsch no se agotó del todo en los años sesenta). Los clisés de la televisión pasan como contraseñas a la lengua cotidiana, de donde, en muchos casos, la televisión los toma para devolverlos generalizados. La moda y los cambios en el look son hoy más televisivos que fílmicos: en las clases de gimnasia se enseña a modelar cuerpos femeninos como los que aparecen en la televisión; y también ella ha contribuido a legitimar las intervenciones quirúrgicas embellecedoras, poniendo un espejo ideal donde las edades son cada vez más indecidibles. Todos estos avances de un proceso identificatorio no tienen a la televisión como único polo activo, sino que ella escucha lo que el público ha visto en la pantalla para volver a registrarlo, generalizarlo y proponerlo a una nueva escucha, y así sucesivamente en un círculo hermenéutico y productivo en el cual es difícil encontrar el punto verdaderamente original.
La sociedad vive en estado de televisión. Pero, contra la ideología neopopulista que encuentra en la pantalla la energía bajo cuyo influjo pueden restaurarse los lazos sociales que la modernidad ha corroído, sería necesario averiguar hasta qué punto la televisión necesita de una sociedad donde esos lazos sociales sean débiles, para presentarse ante ella como la verdadera defensora de una comunidad democrática y electrónica amenazada y desdeñada por quienes no escuchan sus voces ni les importan sus reclamos. No digo que esta ideología sea indispensable a la existencia de “cualquier” televisión; digo, más bien, que conviene a la que hoy conocemos: la mimesis de televisión y público no es, como probablemente no lo sea ninguna fusión completa, lo mejor que puede suceder al mundo en la posmodernidad. En esa sobreimpresión, la posibilidad de crítica a la televisión, realmente existente, queda obturada por la acusación de elitismo pasatista o de vanguardismo pedagógico.
Atada al espejo del rating, la televisión no puede sino proponer una cultura de espejo, donde todos puedan reconocerse. Y este “todos”, precisamente, es el sujeto ideal televisivo: el número más amplio posible es el target de los canales de aire; la ampliación de las fracciones de público hasta incluir a todos los interesados potenciales es el objetivo de los canales de cable. Por el momento, aunque este rasgo no sea necesariamente para siempre, la televisión desea la universalidad o la saturación de los espacios fragmentados. Para conseguirlo, el nuevo modelo “relacional” o “participativo” se instala en las grietas dejadas por la disolución de otros lazos sociales y de otras instancias de participación. Allí donde la democracia complica los mecanismos institucionales y disuelve las relaciones cara a cara, la televisión ha encontrado un campo donde puede operar como medio a distancia que, paradójicamente, encuentra en la representación de la proximidad una de sus virtudes.
Desde todo punto de vista, la televisión es accesible: refleja a su público y se refleja en su público, como una estructura en abismo que confirmaría los rasgos barrocos que muchos creen descubrir en la condición posmoderna. La televisión es laica y democratista pero tiene, además, fuertes elementos de anclaje mítico. Repara la ausencia de dioses en este mundo, a través de un Olimpo de pequeños ídolos descartables, efímeros pero fuertes como semihéroes mientras posean la cualidad aurática que la televisión les proporciona. Frente a la aridez de un mundo desencantado, la televisión trae una fantasía a la medida de la vida cotidiana.
También opera en otro sentido difícilmente distinguible del primero: contribuye a la erosión de legitimidades tradicionales, porque habla de todo lo que su público desea y el deseo de su público se ha vuelto incontrolable para los principios que antes lo gobernaban o parecían gobernarlo. Mimética y ultrarrealista, la televisión construye a su público para poder reflejarlo, y lo refleja para poder construirlo: en el perímetro de este círculo, la televisión y el público pactan un programa mínimo, tanto desde el punto de vista estético como ideológico. Para producirse como televisión, basta leer el libro del público; para producirse como público, basta leer el libro de la televisión. Después, el público usa a la televisión como le parece mejor o como puede; y la televisión no se priva de hacer lo mismo. El mercado audiovisual, que a todos ficcionaliza como iguales, reposa sobre ese pacto que no es necesario a las posibilidades técnicas del medio sino a la ley capitalista de la oferta y la demanda. La relación de fuerzas es tan desigual (y tan satisfactoria) que nada cambiará salvo que desde afuera se intervenga sobre ella. Pero ¿quién querría hacerlo en estos tiempos de liberalismo de mercado y populismo sin pueblo?
3. Política
La televisión hace circular todo lo que puede convertirse en tema: desde las costumbres sexuales a la política. Y también reduce al polvo del olvido los temas que ella no toca: desde las costumbres sexuales a la política. La primera imagen que trasmitió la televisión argentina (y de ella básicamente he estado hablando a lo largo de estas páginas) fue una foto de Eva Perón. Sucedió el 17 de octubre de 1951, durante una transmisión experimental a la que, poco después, siguieron las emisiones regulares. No es sorprendente la elección de este primer ícono televisivo (aunque haya sido la imagen de alguien que no llegó a vivir en la era de la televisión): Evita era la política bajo su forma sexualizada y su fotogenia era apropiadamente televisiva. Con la imagen de Evita, la televisión argentina suscribió su primer manifiesto: todo lo que pase por una pantalla debe estar tocado por un aura. La imagen de Evita unía el aura del carisma a la de la juventud y la belleza. De allí en más, el camino hasta la actual política televisiva sería largo y sinuoso, pero en su origen tenía un gesto que, sin proponérselo, había sido doblemente fundador.
Hoy, la política es, en la medida en que sea televisión. No puede haber lugar para la nostalgia de pasadas (y probablemente hipotéticas) formas directas de la política. Todo lo que puede hacerse es la crítica más radical de la video-política realmente existente.
El deseo de una sociedad donde las relaciones sean perceptibles inmediatamente a todos sus integrantes, donde la comunicación entre ellos sea siempre sencilla y directa, donde no parezcan necesarios los dispositivos artificiosos de la política, es en el límite, un deseo anticultural. La televisión inventó, hace años, un personaje femenino, llamémoslo Doña Rosa, que sintetizaba hasta la exageración hiperrealista, este deseo. A Doña Rosa no le importa cómo se alcanzan sus objetivos; no le importa lo que otros padezcan como consecuencia de la atención de sus reclamos; no le importa los valores en juego, excepto cuando coinciden con la moral miniaturizada que profesa. Por eso doña Rosa niega la política que, precisamente, puede oponerse a este primitivismo darwiniano, propio de quien está en condiciones de sustentar con más fuerza y persistencia sus derechos (o lo que considera sus derechos).
Para doña Rosa la política deliberativa-institucional es un obstáculo y no un medio. Por eso, ataca a los políticos, desconfiando no sólo de sus intenciones, sino, más radicalmente, de su existencia misma. Los políticos separarían a los sujetos de la materialización de sus necesidades. La política, por otra parte, es artificial, frente a los deseos de los sujetos que son considerados naturales. Doña Rosa participa de un sentido común que sólo por exageración paródica podría denominarse liberal: según ella, es ilegítimo cualquier sistema que no ponga en primer lugar la realización de lo que considera derechos individuales indiscutibles. Doña Rosa tiene una relación brutal con el Estado y sus instituciones. Piensa, en primer lugar, que el hecho de pagar impuestos la faculta para ser juez en la asignación de partidas del presupuesto nacional. Ha visto demasiadas series norteamericanas en las que los ciudadanos afirman su derecho no por pertenecer a la comunidad nacional sino en su carácter de fuente de recaudación impositiva. Esta concepción fiscalista de la ciudadanía, en el límite, se contrapone a toda idea de igualdad: los que más pagan tendrían más derechos a reclamar y los que menos pagan deberían aceptar la capitis diminutio de su situación. Doña Rosa entiende poco de esto y además no le interesa. En realidad, su idea de ciudadanía está vinculada a lo económico más que a lo civil y político; está definida por el uso y no por el ejercicio; está centrada en los derechos, no en los derechos y deberes.
Doña Rosa sólo puede vivir en un mundo de política massmediatizada (aunque tiene abuelas entre la pequeñoburguesía de las novelas realistas del siglo XIX). La política que le interesa está construida por los comunicadores, el orden del día propuesto por los noticieros de televisión, la confiabilidad sustraída de los representantes para ser administrada por los líderes de los mass-media. A la cultura de la discusión parlamentaria, que Doña Rosa aborrece porque acusa al Parlamento de dilaciones insoportables, le sucede la de la mesa redonda televisiva donde los periodistas dictan cátedra (liberal, progresista, democrática o reaccionaria) a los políticos y los políticos quieren pasar por menos inteligentes de lo que son, cuando son inteligentes; y por más honestos de lo que son, porque saben que el público ha aprendido con Doña Rosa casi una sola verdad: que los políticos son siempre corruptos.
Si hoy es imposible imaginar política sin televisión, se puede, sin embargo, imaginar cambios en la video-política: no hay ningún destino inscripto en la televisión del que no pueda escaparse. No es inevitable creer que los políticos son en sí mismos poco interesantes y, por consiguiente, deben convertirse al estilo televisivo si desean, en primer lugar, aparecer en pantalla, y en segundo lugar hablarles a sus conciudadanos como ellos quieren ser hablados. Dicho sea de paso, sería bueno que los políticos fueran los primeros convencidos sobre el punto, para que luego convenzan a sus asesores de imagen quienes, diligentes siervos-patrones, les indican a los políticos cómo, cuándo y qué decir en radio y televisión.
La identidad de los políticos no se construye sólo en los medios. Los políticos, entregándose del todo al llamado de la selva audiovisual, renuncian a aquello que los constituyó como políticos: ser expresión de una voluntad más amplia que la propia y, al mismo tiempo, trabajar en la formación de esa voluntad. Precisamente porque en la política hay poco de inmediato y mucho de construcción y de imaginación, puede decirse que es la política la que debe hacer visibles los problemas, la que debe arrancar los conflictos de su clausura para mostrarlos en una escena pública donde se definan y encuentren su resolución. Ahora bien, si los conflictos no son presentados por la política, los medios toman su lugar señalando otros caminos prepolíticos o antipolíticos para resolverlos. La política tiene un momento de diagnóstico y un momento fuerte de productividad. En ambos momentos la relación de los políticos y los ciudadanos necesita hoy de los medios como escenario, pero no necesita inevitablemente de los animadores massmediáticos como mentores. Si algunas cuestiones que son importantes para amplias mayorías se convierten en objeto solamente massmediático, el sentido de la política y de los políticos no aparecerá evidente para nadie.
4. Cita
Como todas las semanas a la misma hora los actores intervienen en un sketch de un programa cómico. El actor principal es rápido, astuto, fanfarrón y, al mismo tiempo, discreto. El otro lo acompaña, le da el pie para las réplicas ingeniosas, finge ser más listo pero demuestra siempre que comprende menos, aunque en realidad es quien lleva la responsabilidad del desarrollo del sketch. En la relación entre estos dos hombres diferentes (que en la vida real son estrechísimos amigos) surge lo cómico. El segundo actor prepara con una habilidad no ostentosa el terreno para la réplica final que corre por cuenta del primero; su misión, repetida semanalmente, es arar el terreno para que el chiste se produzca y el sketch termine en una explosión cómica. A veces interviene alguna mujer joven, semidesnuda, con quien se ensaya un repertorio banal, pero igualmente eficaz, de bromas, sobreentendidos y bocadillos de doble intención, miradas, manoseos y, según la noche, ofensas provocadas por la mezcla convencional de abundancia sexual e ingenuidad. Como siempre, la improvisación forma parte del efecto cómico y abundan las miradas hacia la cámara, las alusiones a lo que sucede en el fuera de cuadro, los olvidos fingidos o reales de la letra, las frases dichas a media voz con la intención de que sólo se escuchen a medias para demostrar que algo imprevisto (un subtexto más privado entre los dos actores) se desliza detrás de las líneas conocidas del sketch.
Esa noche, después de la mujer, entra en escena un tercer actor, mucho menos famoso que los dos primeros. En un clima general de improvisación aparentemente sin brújula, instalado por el protagonista y su acompañante, el tercer actor se cree autorizado a abandonar las réplicas que el guión le marca y responde, con una frase de su cosecha, a otra del protagonista, invadiendo el lugar del actor que habitualmente da el pie para el chiste final. Este, sin vacilar, lo corta en seco: “Segundo, sí; tercero, no”.
La réplica, fuera de todo libreto, pone de manifiesto la existencia de una estructura dialogal fuerte que responde, a su vez, a una jerarquía de actores. Las cosas vuelven, por esa réplica, a su lugar habitual. En un sketch que abundaba en malentendidos, el segundo actor no dejó pasar el malentendido doblemente improvisado que le usurpaba su lugar. Los técnicos del canal festejan ruidosamente la resolución del microconflicto. Todo el episodio se sostiene en el rasgo metaficcional que el programa presenta como una de sus virtudes más originales. La replica improvisada del segundo actor desnuda las leyes del sketch que, por lo menos en teoría, deberían permanecer ocultas. Sin embargo, mostrarlas como acostumbra hacerlo ese programa, en lugar de destruir la ilusión de lo cómico, la acentúa. Reímos del chiste que figura en el guión y reímos (más) de la mordacidad con la que un actor de tercera ha sido puesto en su lugar por un actor segundo, diestro, veloz y, además, amigo del protagonista: la jerarquía de los carteles queda al desnudo y, en lugar de producir una extrañeza que frustre el efecto cómico, lo subraya: hay dos chistes de los cuales reírse. El chiste improvisado (metaficcional, autorreflexivo porque se refiere a una jerarquía actoral previa al sketch) solicita nuestra complicidad y por tanto reconoce nuestra destreza en el manejo del repertorio semanal. Hay que saber muchas más cosas para entender el chiste improvisado que para reír con el chiste del guión. Quien se ría de “Segundo, sí; tercero, no” sabe bien cómo son las cosas en ese programa. Comprender la réplica aproxima a los actores (en este caso dos verdaderos ídolos televisivos) a nosotros, los espectadores, aunque, de algún modo, nos desvíe de la ficción cómica. Reímos en la televisión y no con ella. Todos somos un poco de la tribu y la autoridad de quienes saben cómo son las cosas está repartida: ni el guionista, ni el director de cámaras, ni el primer actor pueden evitar que el segundo actor replique poniendo de manifiesto las leyes del programa. Pero, lo que es todavía más excitante, los espectadores nos damos cuenta de lo que está pasando, porque ese programa y muchos otros nos han enseñado no sólo su comicidad sino sus leyes de producción. Reímos con una risa doble: la de quien entiende el chiste y la de quien sabe por qué ríe.
La familiaridad de la televisión con su público y la proximidad imaginaria que el público establece con la televisión echa mano de un recurso que ofrece una garantía de transparencia: la autorreflexividad. La televisión muestra su cocina no sólo cuando lleva al público a los estudios o lo coloca frente a la cámara. Estas serían las visitas guiadas cuya función es la de aproximar pero no la de interiorizar. La autorreflexividad, en cambio, es la forma en que la televisión interioriza a su público mostrándole cómo se hace para hacer televisión. Lo que comenzó como recurso improvisado de algunos actores y animadores en una época donde la mayoría, en cambio, se esforzaba en ocultar las marcas de lo que se estaba haciendo y se empeñaba en presentar a la televisión como “cosa hecha”, hoy es un rasgo de estilo ya clásico cuya productividad no se discute. La televisión se presenta a sí misma en directo (aun en los casos de trasmisiones diferidas) y, en consecuencia, no puede ni quiere borrar las señales de lo que es directo. Estas señales se han vuelto tan típicas que persisten en los programas grabados: todos los programas cómicos son autorreflexivos; los noticieros están repletos de comentarios autorreflexivos sobre la tarea realizada para conseguir las imágenes de la noticia; los programas periodísticos más serios incluyen mediciones de rating del propio programa, mirándose a sí mismos en el espejo de las elecciones del público; los animadores no vacilan en mencionar sus dificultades, los tropiezos organizativos, o los hechos que están teniendo lugar detrás de la cámara; los artistas invitados a los shows y sus presentadores se refieren a los momentos previos a la emisión, poniendo de manifiesto las condiciones de producción de lo que enseguida va a verse; el dueño de un canal puede irrumpir en medio de una toma y mostrar la verdad de su poder en pantalla. Es habitual ver el desplazamiento de una cámara que se dispone a captar un ángulo diferente; a nadie le importa demasiado, por otra parte, que se noten los reflectores o los micrófonos, en medio de un clima donde la improvisación de la puesta en escena se une a la legitimidad con la que se beneficia lo autorreflexivo: la televisión se nos muestra como proceso de producción y no sólo como resultado.
Si el registro directo da la impresión de que nadie está interponiéndose entre la imagen y su referente, o entre la imagen y el público, y lo que se ve en pantalla es una efusión misma de la vida, la autorreflexividad sólo en apariencia produce un efecto contradictorio con éste. Por el contrario, la autorreflexividad promete que el público (por lo menos en hipótesis) puede ver las mismas cosas que ven los técnicos, los directores, los actores, las estrellas: nadie manipula lo que se muestra, porque toda manipulación puede ser mostrada y de ella puede hablarse. La televisión se cuenta sola y al contarse es sincera. Nada por aquí, nada por allá: televisión de manos limpias. El uso desenfrenado de tecnicismos tales como pantallas partidas, virajes de color, sobreimpresiones, ralentis, efectos computados, que también caracteriza a la televisión realmente existente, se combina con la autorreflexividad sin anularla. Posiblemente éste sea uno de los milagros de la retórica televisiva de los últimos años: un “realismo” que asegura la presencia de la “vida” en pantalla; una alusión constante a cómo “la vida” llegó allí; y procedimientos discursivos para que la “vida” sea atractiva y no simplemente sórdida o banal.
La televisión nos quiere a su lado (a diferencia del cine, que necesita de la oscuridad, la distancia, el silencio, la concentración atenta, la televisión no necesita ninguna de estas situaciones ni cualidades). La autorreflexividad que, en la literatura, es una marca de distancia, funciona en la televisión como una marca de cercanía que hace posible el juego de complicidades entre televisión y público. De todos los discursos que circulan en una sociedad, el de la televisión produce el efecto de mayor familiaridad: el aura televisiva no vive de la distancia sino de mitos cotidianos. Hay un solo modo de aprender televisión: viéndola. Y es preciso convenir que este aprendizaje es barato, antielitista e igualador.
Por eso, la televisión no encuentra obstáculos culturales para realizar sus operaciones autorreflexivas. También por eso, la cita (que en la literatura o en la pintura plantean siempre la dificultad del reconocimiento) puede ser utilizada por la televisión sin preocupaciones: todos los espectadores entrenados en televisión están, en teoría, preparados para reconocer sus citas. Al hacerlo, participan de un placer basado en el lazo cultural que los une con el medio: la televisión los reconoce como expertos en televisión y por eso les proporciona esos momentos en los cuales el saber de los espectadores es indispensable para completar un sentido (cuando es preciso saber que se está hablando de un programa competidor, o se recurre a una frase hecha inventada en otro programa, o se menciona el argumento de una publicidad, o se entrevista a una estrella dando por sentado que el público conoce todo lo que ella hace en televisión).
La culminación de la cita es la parodia que hoy se usa como recurso fundamental de la comicidad televisiva: programas enteros, todos los días, parodian otros programas, sus títulos, los peinados de sus personajes, las formas de hablar, los tics actorales, repiten sus repeticiones. En el otro extremo del arco está la copia, que funciona como estrategia de los canales envidiosos del éxito de los programas competidores. La copia resulta menos interesante como recurso, porque su lógica de reproducción con variaciones es más inherente a la competencia en el mercado que a las formas discursivas.
La cita y la parodia, en cambio, son un plus de sentido. Para descifrarlo, es necesario conocer el discurso citado y reconocerlo en su nuevo contexto. Ambas operaciones deben ser inmediatas porque una cita o una parodia explicadas, como un chiste explicado, pierden todo efecto. La televisión vive de citarse y parodiarse hasta el punto en que la repetición del procedimiento llega a despojarlo de todo sentido crítico. La parodia televisiva es sencilla: opera con sentidos conocidos a los que somete a operaciones deformantes (caricatura, exageración, repetición); entre la parodia y lo parodiado se establece una distancia mínima (que garantiza el reconocimiento inmediato), regulada por un principio de repetición. Por eso, la televisión ha reciclado una especie que viene del teatro de revistas y estaba en vías de desaparición: los imitadores. La incertidumbre que la parodia introduce en otros discursos (como el literario) es aniquilada por la cercanía que la televisión establece entre la parodia a lo parodiado.
Muchas veces se han mencionado estas operaciones como prueba de la relativa sofisticación formal del discurso televisivo. Me gustaría coincidir con esta perspectiva, pero no puedo.
La televisión vive de la cita más por pereza intelectual que por otra cosa. Devora sus discursos, los digiere y los vuelve a presentar levemente alterados por la distancia paródica, pero no tan alterados como para que sea difícil reconocerlos y se produzca un instante de sentidos indeterminados. Este cultivo de la cita y la parodia se vincula más con los modos de producción televisiva que con una intención fuertemente crítica. Como la televisión se hace rápido, ella vuelve con inusitada frecuencia a lo que ya sabe: y lo que la televisión sabe es televisión. En países donde la televisión se produce con más tiempo o más dinero, la cita y la parodia de la propia televisión no son recursos que aparezcan con la frecuencia empleada en televisiones más pobres o más ávidas de ganancias fáciles e inmediatas. La hiperparodia es una falta de imaginación para producir otras formas de comicidad, de sátira, de estilización o de grotesco, antes que una muestra de la audacia creativa o crítica.
Con la parodia y la cita la televisión se recicla a sí misma y hace de su propio discurso el único horizonte discursivo, incluso cuando opera sobre personajes o sentidos que no se originaron en el medio. En esos casos, la televisión los toma, primero, tal como aparecieron en la pantalla y sobre esta imagen realiza sus operaciones de deformación paródica. La televisión nunca da por descontado una existencia extratelevisiva: sus citas de lo extratelevisivo siempre son precedidas por una aparición audiovisual. Podrá decirse que este rasgo refuerza la comunidad del medio con su público, y su inherente democratismo. Podrá decirse que el reciclaje paródico produce “lecturas aberrantes”, inestables, “turbulencias del sentido”. Por mi parte, sostendría lo contrario. De las infinitas posibilidades de la cita, la parodia y el reciclaje, la televisión que conocemos trabaja con el nivel más bajo de transformación, para no obstruir indebidamente el reconocimiento del discurso citado y en consecuencia arriesgar el efecto cómico o crítico. Por lo general, la televisión se limita a magnificar los rasgos de lo parodiado, mostrándolos, por así decirlo, en primer plano. Básicamente, la parodia televisiva agranda hasta deformar, sin buscar detalles secundarios ni producir nuevas configuraciones a partir del discurso de base. En televisión, nunca es posible vacilar (salvo por ignorancia de materiales televisivos anteriores) sobre la naturaleza de una cita: se sabe de inmediato si es una copia o una parodia; se descarta, en general , la estilización, la ironía, el homenaje. Estos usos limitados de la cita no están inscriptos en el destino formal del medio, sino en una retórica que debe garantizar, siempre y en cada uno de los puntos, el tendido de un cable a tierra por el que puedan descender rápidamente todos los espectadores.
Se ha hablado mucho del reciclaje de géneros realizado por la televisión. Incluso investigadores sofisticados, al suscribir esta tesis, prometen ejemplos que la confirmarían. En general, esos ejemplos son siempre los mismos: publicidades que reciclan publicidades o imitan películas, y películas que exhibirían la influencia de la publicidad (que, antes, fue influida por otras películas). Cuando los ejemplos no son contemporáneos, todo el mundo recurre al servicial folletín decimonónico que habría encontrado su descendencia en el teleteatro; los más ingeniosos, buscan formas viejas de la comicidad popular que la televisión habría retomado después de su ocaso. Para encarar seriamente la discusión habría que diferenciar el reciclaje de formas propias (la televisión mirándose en la autorreflexión y la cita) de la recuperación de géneros literarios, musicales, circenses, etcétera.
El caso de los géneros literarios presenta una cantidad de problemas, entre ellos el de la traducción de un discurso escrito a uno visual y sonoro. Posiblemente, la televisión ha hecho mucho más que reciclar el folletín (y en este punto sus admiradores le hacen poca justicia). También ha hecho mucho menos, limitándose a la reproducción de un sistema de personajes, la subsistencia de un mundo de valores cortado en dos mitades simétricas, el enhebrado débil de las peripecias y la recurrencia a ciertos tópicos: el reconocimiento de padres, madres e hijos ignorados, perdidos o cambiados, en un típico nudo conflictivo que borda muy frecuentemente el tabú del incesto; los obstáculos que la sociedad pone a la virtud y la riqueza al amor, y algunos otros. Si el valor de la operación televisiva sobre el folletín es éste, no hay inconveniente en convenir que ella ha sido eficaz en traer un género (que la radio ya había frecuentado) del siglo XIX hasta la actualidad. La televisión ha hecho justicia, admitámoslo, al folletín que las élites intelectuales despreciaron por prejuicios estéticos y sociales.
Las defensas de la televisión ya se han repetido demasiado: creo que sus potencialidades no deberían cerrarse con esta mezcla conocida de elegía y celebración por su caridad para recuperar géneros perdidos. El folletín televisivo está bien, cuando está bien. Y es malo (no importa cuánto reciclaje produzca) cuando no logra cumplir con los requisitos mínimos de la especie: suspenso, fuerte traba de lo personal y lo social, complicaciones inesperadas pero no totalmente inverosímiles (porque el folletín, si es que de folletín estamos hablando, es mínimamente realista), reiteraciones para anclar el interés y novedades para conservarlo. También existe una posibilidad, incumplida en la televisión que conozco: que la televisión produzca nuevos tipos de ficciones a partir del esquema básico del folletín.
Pero no puede decirse que la televisión es el único discurso que propone el reciclaje de géneros tradicionales ni la universalización de la parodia como casi único procedimiento cómico. Una red fina pero bien evidente comunica esta marca televisiva con formas extratelevisivas, incluso con algunas propuestas de circuitos aparentemente tan lejanos a la televisión como el underground teatral “joven”.
Se ha producido un sistema de préstamos por el cual la televisión alimenta el underground y éste logra, más tarde, alguna forma de reconocimiento en la televisión. Así dicho, el circuito parecería ideal, casi una invención vanguardista para la república estética. Sin embargo, cuando el underground se hace “televisivo” (esto, en términos globales, quiere decir muy o exclusivamente paródico; muy o exclusivamente recomponedor de géneros tradicionales) convierte a sus marcas más desprejuiciadas en un estilo que encontró en la parodia el recurso hegemónico de la comicidad, la dramaticidad y la crítica. La televisión convoca a este underground, mejora su propia calidad y confirma un circuito de inspiraciones mutuas. Los defensores de este circuito evocarán la inspiración que las vanguardias encontraron en el arte de cabaret, de la caricatura o de la comicidad de feria, en el packaging y en la historieta. Me parece, sin embargo, que al trabajar estos rasgos de estilo las vanguardias no resignaban sus propias marcas: dentro de su escritura podían meterlo todo.
Para tomar un ejemplo especialmente problemático y donde la innovación se aproxima más a los procedimientos y la iconografía del mercado, demos un rodeo por el pop art. Desde el pop, el consumo de símbolos, marcas de estilo, íconos de los medios masivos no asusta a nadie. Se sabe que todo puede ser material estético (que, en un punto, todo comenzó a serlo con el arte moderno). Lo que el pop traía era la noticia (no escuchada precisamente por primera vez) de la muerte del arte y el ocaso de la subjetividad. Con alegría desprejuiciada, el pop se entregó al consumo y eligió lo que consume todo el mundo: sopas, fotografías de revistas, films, coca-cola, zapatos, casas de jabón, historietas. Sobre estos restos apetecibles ejercitó la mirada estética y la recomposición: series, magnificaciones, repeticiones, copias exactas, miniaturizaciones, blow-ups. Pero, incluso cuando parece más próximo a los objetos que adopta, de todos modos el pop ejerce sobre ellos algún grado de violencia simbólica; copiar exactamente una lata de sopa es distinto a parodiar el diseño de una lata de sopa. Aunque parezca lo contrario, la copia exacta presenta más problemas estéticos que su deformación porque impugna muy fuertemente la idea de que el arte transforma todo lo que toca y que el artista se define en la marca personal que deposita incluso sobre los objetos más banales. La copia exacta es, en su propia exactitud, una ironía.
El pop es imposible sin esta doble distancia: la que, por un lado, critica al arte consagrado que se origina en una línea de las vanguardias de este siglo; y la que, por el otro, cambia los usos de una lata de sopa o de un cuadro de historieta, para decir “esto se puede hacer con aquello”. Consumista y celebratorio, el pop fue una gigantesca máquina de reciclaje y de mezcla, pero conservó la distancia que hizo posible, precisamente, la operación pop. Aunque su legado estético es menos interesante que el de las vanguardias anteriores, hay que reconocer que el pop lleva hasta un límite la afirmación de que los materiales artísticos son indiferentes. Para decirlo rápidamente: después del pop, nadie puede escandalizarse (ni asombrarse) por ningún reciclaje.
Cuando el underground se enamora de los massmedia, el bolero y la revista, recorre un camino que pocos impugnarían hoy y abre puertas que, en verdad, desde los años sesenta el pop había dejado abiertas. Pero las abre ante un público joven que, seguramente, no pasó por los escándalos mundanos y estéticos del pop. El programa estético es más moderado que la libertad de ideas sobre sexualidad, la violencia, la religión, las autoridades tradicionales o el travestismo, campos en los que el underground es temáticamente audaz y consigue efectos “progresistas” (aunque el adjetivo no sea muy popular hoy en día).
Probablemente por eso, la industria audiovisual (que, créase o no, siempre supo que había que cuidar más las formas que las ideas) puede adoptar la parodia que le trae el underground sin grandes conflictos. Como el imperialismo blanco en el siglo pasado, la televisión no reconoce fronteras: allí su fuerza.
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El mundo se está quedando sin genios: Einstein se murió, Beethoven se quedó sordo y a mí me está empezando a doler la cabeza.
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