lunes, 4 de marzo de 2013

Acompañar el cambio: Desafíos para entrar en la Sociedad del Conocimiento

La diferencia más notable existente entre los seres vivos y los inanimados es que los primeros se conservan por renovación”.
John Dewey (Democracia y Educación)


La experiencia nos coloca frente a los ojos, salidas a situaciones que nuestros pensamientos apocalípticos no nos permiten ver con claridad. Dicha oscuridad puede explicarse bien porque creemos conocer el futuro inalterable de la historia o porque el pasado pesa tanto en nuestras vidas que precisamos condenar a priori ciertas prácticas que contradicen nuestro espíritu revolucionario. Ahora bien, si intentamos por un instante, atender a nuestros buenos pensamientos y somos capaces de encontrar en la transformación el verdadero sentido de nuestras prácticas, quizás los hechos dejen de ser motivo de simples juicios para convertirse en el leitmotiv de los cambios que deseamos.

Intentaré en estas breves líneas, mostrar cómo en ciertos hechos que se nos presentan como simples maniobras políticas o empresariales, podemos encontrar el germen para el desarrollo económico y sociocultural de nuestro país. Y, debido a que considero a la educación como uno de los pilares necesarios para que esto sea posible; me atreveré a proponer algunas tareas que es necesario llevar a cabo para que los educadores (creo que tienen la obligación) sean parte del cambio.

Esta semana, fue presentado el programa “Conectar Igualdad.com.ar”, que beneficiará a 3 millones de estudiantes secundarios. A mi entender, se trata de un desafío para maestros y profesores, ya que los enfrenta con la necesidad de acompañar los cambios que la Sociedad del Conocimiento propone y poner en jaque el conservadurismo que ha caracterizado desde siempre a las instituciones educativas.

Entrar en la era de la Sociedad del Conocimiento implica adquirir ciertas habilidades, técnicas y nuevas formas de pensar y entender nuestras prácticas diarias: aunque la clave del éxito resida en el compromiso que los responsables de llevar adelante el cambio asuman frente a todos y cada uno de los componentes de la sociedad; y el rol que el Estado desempeñe como propulsor de políticas sociales.

La discusión acerca de la pertinencia del programa, en detrimento del desarrollo de las zonas más desfavorecidas del país (que aún padecen hambre, problemas de vivienda y trabajo), no tiene mucho sentido, para aquellos que vemos en el desarrollo tecnológico una posibilidad de un futuro mejor; más aún si se tienen en cuenta las recientes experiencias con la creación de polos tecnológicos, en los que la política, los empresarios y las universidades han confluido en proyectos que promovieron y promueven no sólo la generación de conocimiento, sino también de trabajo.

Nos encontramos en un período de transición en el que además de la obligación de resolver demandas “de otro siglo”, debemos crear las bases para resolver los problemas que afrontaremos dentro de 10 ó 15 años. Hemos encontrado la salida a la última crisis económica invirtiendo dinero en tostadoras, televisores lujosos y autos 0 km. Precisamente la industria automotriz, que no ha podido recuperar la inversión en el sector, ni la cantidad de mano de obra, desde hace más de 30 años (1). Me permito ilustrar con un breve ejemplo, la necesidad de atender al desarrollo de las nuevas tecnologías: en la actualidad, el componente informático de un auto de gama media representa el 15% de su valor. Se estima que en 15 años, representará el 45% del mismo.

Si es cierto lo que hasta aquí he dicho, es entonces apropiado atender a la formación de los profesionales que se ocuparán de satisfacer las demandas de un mercado cada vez más exigente. Así, el papel que juegen los educadores será vital. Es necesario que conozcan el mundo en que vivimos y sean capaces de colaborar con la conformación de un espacio (en su caso el aula) en el que los estudiantes puedan explotar las ventajas que la tecnología pueda ofrecerles.

En su libro “El Hombre y sus Problemas”, John Dewey pregunta: “¿Deberían los maestros estar avanzados o retrasados con respecto a su época”, y añade: “(…) hay otra posibilidad: que los maestros sigan la marcha de su época, sin adelantarse ni atrasarse”(2).

El maestro IT debería buscar un aliado y no un competidor digital. Propiciar el espacio para que los alumnos experimenten y difundir estrategias para la generación de contenidos, que favorezcan la participación de los estudiantes en la web, pueden ser algunos de sus objetivos primarios. Para ello, es necesario generar políticas sociales que atiendan, por caso, a qué enseñanza deseamos o necesitamos. Definir un horizonte de expectativas y los medios para hacerlas realidad es tarea del Estado, los empresarios y las universidades.

Difícil es que el hombre encuentre en la computadora una herramienta para el cambio. Más aún lo es para el educador que se niegue a comprender que se trata de una herramienta para el desarrollo de las capacidades intelectuales de los recursos humanos con los que hoy comparte un aula y que mañana colaborarán con el desarrollo económico del país y la ciencia. En este caso, también se deberían pensar políticas que atiendan a la formación de los educadores y que les brinde seguridad para que su “rol protagónico” no se vea amenazado, a la vez que puedan creer en las posibilidades que genera la utilización de la computadora en el aula.

Es tiempo de renovarnos, de aceptar que el pasado nos ofrece la posibilidad de redimirnos y augurar un futuro que se parezca al que deseamos en nuestros pensamientos prospectivos.

Mucho valor tendrá el modificar o adecuar nuestras creencias ante escenarios virtualmente negativos. Y ningún placer puede causarnos buscar la solución en las intocables y verdaderas recetas que nos ofrecen insistentemente desde hace décadas.

A más de medio siglo, aquel camino intermedio, la propuesta deweiana de acompañar la marcha de nuestra época, debe ser nuestro fin próximo.

(1) Aguiar, H.: “El futuro no espera”, La Crujía, 2007.
(2) Dewey, J.: “El Hombre y sus problemas”, Capítulo V El maestro y su mundo, Editorial Paidós, 1952, p.66

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